lunes, 30 de mayo de 2011

Fuerza y violencia

Simón Pachano
spachano@yahoo.com 
EL UNIVERSO

Una mala traducción del alemán lleva a muchos autores y políticos a sostener que el Estado tiene el monopolio de la violencia. La frase original alude al monopolio legítimo de la fuerza, no de la violencia. Esa diferencia no es un preciosismo gramatical, sino un elemento fundamental del derecho constitucional y de la política práctica. No es, por tanto, algo que queda relegado al olvido en el nivel general de los grandes conceptos, como los que están contenidos en la Constitución, sino que tiene efectos concretos. Basta ver lo que se hizo recientemente con los mineros de Esmeraldas para entender la magnitud y la gravedad de las consecuencias que se desprenden de aquella diferencia.

Los hechos fueron aparentemente sencillos. El Gobierno, empeñado en proteger el ambiente, seguramente en representación de los constitucionales derechos de la naturaleza y como adalid de la minería a gran escala, realizó un operativo para acabar con los mineros pequeños y medianos de aquella provincia. De paso hay que decir que allí ganó el SÍ en la consulta, mientras que en Zamora, donde ganó el NO y donde hay mayor número de mineros artesanales, no hubo un operativo semejante. Más allá de eso –que puede ser simple coincidencia, cuidadoso cálculo o simple descuido–, lo cierto es que una acción de ese tipo se enmarcaba perfectamente en las atribuciones gubernamentales dentro de cualquier Estado de derecho. Estaba empleando legítima y legalmente la fuerza. Sin embargo, una vez incautadas las máquinas, los militares colocaron cargas explosivas dentro de ellas y las hicieron volar por los aires. Una cadena nacional se encargó de difundir el acto heroico, lo que dejó un mensaje de efectividad y de advertencia acerca de la decisión de pasar de la fuerza a la violencia.

La lógica de tinterillos ha llevado a afirmar que esto está amparado por la declaración del estado de excepción dictado horas antes. Obviamente, al sostener eso se saltan en su totalidad el artículo 165 de la Constitución, que es con toda claridad el que autoriza el uso de la fuerza en situaciones extremas y que, a la vez, establece los límites para que ella no derive en violencia estatal.

Más pintoresca, pero a la vez más grave, fue la justificación de la detonación como un acto destinado a evitar la devolución de las máquinas en un posible juicio posterior. Esta equivale a una confesión abierta, pública y de propia voluntad de que el objetivo era impedir el debido proceso. A confesión de parte, relevo de pruebas, dicen los abogados.

Todo lo dicho no lleva intención alguna de defensa de la minería depredadora ni es una toma de partido en contra de la naturaleza, como seguramente lo van a interpretar los apasionados lectores que envían mensajes cargados de adjetivos.

Es simplemente una advertencia, porque si estos hechos y sus justificaciones llegan a quedar en la impunidad entraremos en una vía sin retorno de fin del Estado de derecho. Se habrá consumado el monopolio de la violencia y no el de la fuerza limitada del Estado.

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