sábado, 11 de septiembre de 2010

EDITORIAL: El comandante

Por: Juan Montaño Escobar
axe858@hoy.com.ec


La primera vez que este jazzman vio a Jorge Chiriboga Guerrero ya era de leyenda; el vecindario le había otorgado el grado de "comandante". Mientras caminaba, comía de un plato y, en los intervalos de la masticadera, hablaba de política (eso creo). No tenía nada de marcial (jamás llegaría a tener aire militar al menos, no en el estilo clásico de cuartel), más bien, parecía un arriero impaciente o alguien que se apresura a su destino. Eran los años sesenta del siglo pasado. Había combatido de varias maneras con urracas (liberales) y canchimalas (conservadores) y creado una sección socialista llamada Movimiento Revolucionario Popular. Eran los años de euforia latinoamericana por el triunfo revolucionario, en Cuba, del Movimiento 26 de Julio, liderado por Fidel Castro. Las célebres barbas de la Revolución empezaban su andadura histórica.

También, en Esmeraldas, mostrarse barbudo era gesto de nobleza revolucionaria, y los chiriboguistas las exhibieron desafiantes hasta que los pesquisas de la dictadura militar de 1963-1966 obligaron a la afeitada general.

Esos mismos pesquisas que olfateaban comunistas en las esquinas, de sombreros de charro y gafas ahumadas compradas en los baratillos del mercado, comenzaron una persecución del comandante Chiriboga, que terminó en algún barrio anónimo de Buenaventura.

La impaciencia del guerrero lo trajo de regreso a Esmeraldas, y no terminaba de abrazar a la familia cuando tumbaron la puerta de su casa y, a empellones, lo subieron a un carro de la seguridad política que, de inmediato, lo trasladó al penal García Moreno.

La sociedad de prisioneros políticos que encontró era de primera línea: Manuel Agustín Aguirre, Pedro Antonio Saad, Enrique Gil Gilbert, Telmo Hidalgo y Wilson Burbano, entre otros. La dictadura se la tenían jurada: de lo que se sabe, el contralmirante Ramón Castro Jijón habría ordenado su asesinato. Jorge Chiriboga fue torturado con ferocidad, y si no lo dieron por muerto, al menos creyeron que quedaría lisiado de por vida. Una potente solidaridad, primero nacional y luego internacional, le llevaría por medio mundo hasta el hospital Hermanos Ameijeiras, en Cuba. Las curaciones las continuó en Praga.

En esas idas y venidas, el comandante Chiriboga había ganado elecciones a concejal, alcalde y diputado. Fue durante su Alcaldía que la ciudad de Esmeraldas debió crecer a porfía de los terratenientes y su insoportable estrangulamiento. En 1970, José M. Velasco Ibarra se declaró dictador, disolvió el Congreso, y, otra vez, a transitar por los techos con los esbirros de la seguridad política en los talones. Ahora, el asunto es más apremiante, y se decidió por la insurrección armada. No prosperó y terminó por refugiarse en Chile. Con las justas, escapó durante el golpe pinochetista cuando ya fronteras y embajadas se cerraban. Se refugió en Suecia y se compró cuanta pelea justa había en este mundo injusto: Vietnam, Angola, Nicaragua, El Salvador y Cuba. En la idea brechtiana: un imprescindible.

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